“Martín Buscaglia sos amor”, podría ser esta crónica y estaría sobrada. Sin embargo, para hacerle justicia al show que dio en el Solís hay que meter cuchara.

Foto tomada del Twitter de Diego Bartaburu, baterista de No Te Va Gustar

Una alfombra peluda, una banqueta, una mesa con dos botellas de agua de medio litro arriba y un micrófono de pie; de fondo, una tela que iba cambiando de colores: del rojo al naranja,  del naranja al violeta, del violeta al fucsia. Un estuche de guitarra de los buenos, abierto de par en par, y en el enorme escenario del Solís, en la enorme sala, estaba Martín Buscaglia y su esencia, y su guitarra electroacústica.
Con la excusa de presentar su último disco Somos libres, el cantante más juglar de Montevideo abandonó todos su formatos conocidos y se plantó sin banda ni pluralidad de instrumentos, y rompió el hielo con “Visionarios” y sus noches que se prestan para caminar. Así inauguró un repertorio variado y conmovedor.
Íntimo, poderoso e intenso, Buscaglia fue paseando por su último trabajo, incluyendo su versión de “De tan libre” de Mandrake Wolf, o de “Una fuerza allá” de Jonathan Richman, o una relatada de “Nadador Salvador” que lo plantó como gran cuentista, o “El sol”, con la novedad de que es una sambinha más que empieza en Mi menor séptima con novena y que le permitió cantar ejemplos en perfecto portugués.
Estoico y en fusión espiritual con su público, el show se fue dando de entrecasa, con tintes familiares, con dulzura danzarina, con amor al momento compartido, a la obra, a la confesión de cómo se robó en reiteradas oportunidades un póster de Carlos Perciavalle que pretendió devolver esa noche (vaya a saberse si cumplió), a la ensalada que inventó con Kiko Veneno y que entre otras cosas mezcla lechuga con melón.
Entre “Ante la duda todo” y “Kamasutra”, entre trago de agua y sonrisa hacia la platea, entre parafraseo y filosofías, la comunión fue plena en el Solís, donde hubo espacio para hablar de su padre, el Corto, con inevitable brillo en  los ojos. Textos del libro “Mojos” fueron repasados y sólo cortados por ovaciones, y sus canciones se hicieron un lugar grande: “Camiones” la tocó con una botellita de plástico, “Los parchudos” golpeando solamente sus piernas con sus manos; “Príncipe azul”, con un sentimiento infinito.
La noche tuvo espacio para los estrenos de un par de las canciones que está grabando con Antolín, para sus sueños con Tom Waits, para una salida con fuerza y una vuelta complaciente, en la que unió al hilo “Samantha Brown”, “Ir y volver e ir”, “Oda a mi bicicleta”, “Deja que te vea”, “Sambambaia”, “Mil cosas” y “Yo nunca pedí” (en un orden que no tiene nada que ver). Porque quiso, “Diablo débil” sirvió de cierre.
Martín Buscaglia volvió a demostrar que es un cantante de la hostia, un compositor de igual nivel, un guitarrista virtuoso por demás y un gran -virtud no menor- hablador, que genera esas ganas de conversar para siempre, o de oír para siempre. Volvió a ser ejemplo de lo mucho que influyó en él su círculo familiar musiquero, e hizo sentir por vez primera que está mucho más cerca del Príncipe de lo que alguna vez había notado.
Pero sobre todo, Buscaglia volvió a ponerle los pelos de punta a su público, y si un hombre solo con su guitarra logra esa conmoción, ya lo hizo todo.
Belén Fourment (@caradeort)